lunes, 14 de abril de 2025

El Perro Amarillo - Un reportaje de Sol Colmenares



 

El Perro Amarillo

 

Un reportaje de Sol Colmenares

001

—Lo meterán en un agujero y después tirarán la llave.

Es lo único que he entendido de los últimos minutos de charla que me ha dedicado Torpedo Meléndez. Es un hombre muy castigado, no mucho más que piel, huesos y un resto de melena larga y cana que parece derramarse sin fuerza sobre sus hombros esqueléticos, tiene un ligero temblor en la barbilla que no ayuda mucho a entender lo que dice.

—¿Tienes un cigarrillo, guapa?

Eso sí que lo he entendido, aunque me parece imposible que me lo haya preguntado, porque Torpedo tiene muchas dificultades para respirar, una cánula de plástico transparente, que llega desde algún lugar de la trasera de la silla de ruedas donde está sentado y se divide en dos antes de introducírsele por las fosas nasales, lo certifica. La enfermera que me ha llevado hasta él me ha avisado que no ha conseguido quitarse del vicio y dedicó un minuto a darme instrucciones que se resumían en: no le dé tabaco, no le dé fuego. Me lo ha dicho tantas veces y con una cara tan terriblemente sería que me he encontrado preguntándole: ¿Está ya en el punto que un solo cigarrillo puede serle fatal? La enfermera ha puesto cara de aceptar que definitivamente soy idiota y se ha explicado. Sí y no. Él está en paliativos, solo continúa en marcha porque va en bajada y se deja llevar, es lo que dice, como la canción. Lo que nos preocupa más es que nos haga volar a todos, solo por diversión. Respira oxígeno puro, cualquier llama es peligrosa, ¿entiende? Lo entiendo.

—¿Tienes un cigarrillo, guapa?

—No, no tengo. ¿Por qué cree que Bam Bam ha hecho lo que ha hecho?

—¿Cargarse al Pecas?, pues por El Perro Amarillo. Acabásemos, lo tuvo en sus manos y lo quiso todo para él.

El Perro Amarillo, casi que puedo escuchar las mayúsculas, llevo una semana hablando con viejos y nuevos roqueros descreídos de todo, pero este es un tema, El Perro, que todos piensan que hay que tomarse en serio. Torpedo tose una vez, muy flojo, pero me parece que todo él se pone alerta. Aquí llega otra tos, y otra, con cada una parece que el diminuto espasmo acabará de quebrarle el pecho. Es lo que espera, lo que sabe que va a suceder, lo veo en su mirada durante un minuto hasta que esta seguridad desaparece, sustituida por la de que hoy, ahora, no va a ser. Se relaja más o menos y le veo hacer esfuerzos por tragar, pero tiene la boca seca y no puede. Le acerco el recipiente con el agua, es parecido a los que les das a los niños pequeños, cuando se han quitado del biberón, pero todavía no están preparados para manejarse con vasos. Torpedo bebe un traguito minúsculo y parece tomarse su tiempo para tragárselo, después cierra los ojos y se queda inmóvil. Cuando comienzo a pensar que se ha dormido o se ha muerto abre los ojos, mira alrededor como si se sorprendiera de estar donde está, hace cara de acordarse de algo y me suelta:

—Está maldito. El Perro Amarillo está maldito. ¿Tienes un cigarro, guapa?

—No, no fumo.

—Mierda.

—¿Qué significa eso que está maldito?

—Que te engaña, te vende la moto y luego te despeña. Un verano en la mejor orquesta de Benidorm y al otoño cirrosis fulminante.

—¿A quién le pasó eso?

—Nunca supe su nombre. Hubo más. Unos cuantos.

—¿Quienes?

—Está maldito. El Perro Amarillo está maldito. ¿Tienes un cigarro, guapa?

Le vuelvo a contestar que no, entonces me pide, por favor, si le puedo enseñar el pecho, —las tetas, él dice las tetas—, añadiendo que ya no le quedan muchas oportunidades de ver algo tan bonito, lo veo tan vejete e ilusionado que estoy a punto de hacerlo, pero le digo que tengo novio —cosa que es mentira— y él pone cara triste y parece aceptarlo.

—Un hombre afortunado, ya lo creo. ¿Tienes un cigarrillo?


Trasera

002

—¿Por qué le llaman El Perro Amarillo?

—¿Por el color?

—Esas rallas amarillas y marrones del tapizado a mí me parece que en conjunto recuerdan más bien al café con leche, un beige desecho por los años. Me parece curioso que el forro sea de tela, la idea de los amplificadores que tengo en la cabeza es que siempre están tapizados en piel, en polipiel.

— Es de lo que lo está El Perro, de un plástico que imita a los primeros Fender, que estaban forrados de trapo real, de tweed, ¿sabe qué tela es?

—He tenido alguna falda, es un tejido resistente, sí.

—Por aquí lo que se utilizaba para forrarlos al principio era gruesa moqueta negra, sobre todo para los grandes altavoces de escenario. Mala idea, la moqueta absorbe la humedad. Todos acababan oliendo a cerveza y orina, ¿tengo que explicarle por qué?

—No, puedo imaginarlo. O sea que amarillo por el color, ¿pero por qué el perro?

—Porque ladra.

—¿Ladra?, explíqueme qué quiere decir.

—En líneas generales se comporta como un amplificador limpio, solo que es muy sensible al golpe de la púa, si le das no duro, solo un poco más de lo debido ladra. Es un ampli curioso los controles de tono no parecen afectar demasiado al timbre general, solo regulan el punto donde se enfadará si le golpeas.

—¿Eso no es una cosa que hacen todos estos trastos?

—Es lo que prometen en el manual de usuario todos, pero con El Perro es fácil conseguirlo o eso dicen.

Teo se remueve en la silla, va vestido de negro, tejanos negros, deportivas negras, camiseta negra, con el emblema de no sé si un grupo musical o un club de hockey sobre el pecho. En todo me doy cuenta de que se dispone a contarme una historia. Hace la cara de los chicos que te llevan a ver una película de miedo, esperanzados porque saltes de tu butaca y te arrojes sobre ellos. Pobrecitos.

—Dicen que El Perro te escoge, no puedes llegar a donde sea que descanse, vaciar la cartera y llevártelo, alguno lo ha hecho y se ha llevado una decepción. Es de cuando en cuando que cae en las manos adecuadas y ¡bum!, se produce la magia, durante un tiempo, después, por una u otra cosa el que se cree su propietario, diña, la palma, o algo peor.

Puede que ahora debería ser mi turno de preguntar qué puede ser peor que morirse, pero suena el teléfono y el timbre de la puerta a la vez y Teo me pide que por favor espere mientras atiende a sus clientes. El que ha llamado a la puerta y ha sentado junto a mí en la sala de espera, mientras se ha ido a atender el teléfono, podría ser hermano o primo o estar en la misma banda que Teo, vamos, que tiene el mismo aspecto: un sesentón delgado, pulcro y vestido de negro, que parece dedicar mucho tiempo en despeinarse adecuadamente. Esquivo su mirada curiosa y vuelvo a recordarme que esto es un taller, uno donde fabrican y reparan amplificadores de guitarra, unos cacharros que recuerdo que cuando están enchufados gruñen por lo bajo de continuo, enfadados porque no les dejen gritar. Ladrar, el Perro Amarillo ladra. Es un taller, pero parece una consulta, no de un dentista o un psicólogo, sí de algo. Ayuda a la impresión que no hay mostrador en esta salita de espera decorada con carteles de conciertos de hace veinte años, un sofá de cuero rojo —donde estoy sentada— que parece sacado del asiento trasero de un gran descapotable americano de los cincuenta, y una mesita baja fabricada básicamente con un estuche de guitarra y un cristal.

La puerta del fondo se abre y por ella se asoma otro de los primos o hermanos de Teo y le hace un gesto al recién llegado, que se levanta de prisa dejándome sola en recepción. Me aburro, por eso le dedico atención a una pequeña estantería en la pared, es muy parecida a la que tiene mi madre para guardar las especias, aunque esta está cerrada con una puerta de vidrio que deja ver ordenadas sobre los estantes puede que un centenar de válvulas de vacío diferentes. Son de todos los tamaños, desde un botellín de cerveza a un frasquito de perfume, en general son de vidrio, aunque hay alguna metálica. Me fijo en una de estas, tiene una inscripción en letras rojas y alfabeto cirílico que la hacen parecer malvada, definitivamente malvada. Me pregunto si me estoy volviendo loca, ¿comenzaré de aquí a nada a creer en amplificadores mágicos, en amplificadores malditos?

Teo, sale por la puerta, y se disculpa, ha acabado con su llamada y se queda plantado frente a mí muy derecho, con una interrogación en la mirada. Será mejor que le haga una pregunta.

—¿Qué me puede contar más de El Perro?

—Cosas técnicas, ¿estarán interesados en ellas sus lectores?

—Espero que sí, cuénteme. O empiece por explicarme cómo es que pasó por sus manos.

—El Perro cuando apareció por el taller no me lo trajo un músico, el tipo que lo acercó era un promotor, un alguien que intentando cubrir perdidas se había hecho con cierto material que solo había repasado por encima, al ver lo que le pareció el cono del altavoz rasgado, lo trajo para que lo reconeáramos y que así le resultara más fácil pulírselo, venderlo, sacarle un mejor precio.

—¿Dice que un cliente entró por la puerta con un aparato y lo reconoció?

—Eso digo. Tenga en cuenta que en una de las dos tapas —la inferior, la que ha perdido el tapizado—, con un troquel estaba marcado con el nombre del último usuario.

—¿Del último?

—No tienes que fijarte mucho para darte cuenta de que se han repintado y marcado la tapa unas pocas veces, algunos de los nombres anteriores se adivinaban.

—¿Eso es una práctica habitual?

—¿Marcar el equipo para que no te lo roben?, pues claro. Francis Rossi lo llevó al extremo, le hizo un agujero a la teleca y cuando no le estaba dando cera la ataba con una cadena donde fuera.

Teo parece muy divertido por la ocurrencia, yo me pregunto quién es Francis Rossi y que es una teleca, decido que posiblemente un roquero viejo y una guitarra igual de antigua, no tengo tiempo a preguntárselo, él ya continúa con su charla.

—Es por eso que he visto El Perro por dentro, no parece gran cosa. Las líneas de masa están tiradas con cable de empotrar, lo que no es mala idea, si eres de los que crees que cuanto menos resistencia tengan mejor. Si muchos meten alambre de cobre recocido de uno, dos, tres milímetros. ¿Entonces por qué no cable eléctrico pensado para veinte amperios?

Parece esperar mi respuesta, así que ahora soy yo la que asiento entusiasta. Él se siente satisfecho y continúa.

—Es un ampli artesanal, artesanal del todo. Los trafos son caseros, el de alimentación muy grande, el de salida por comparación parece pequeño, pero no lo es. El mueble y el chasis son herencias de un cacharro diferente, puede que un Transit, un Älvian, algo así. Hay una casa en Corea, ahora están en China, que hace trastos de marca blanca para todo el mundo, solo cambian en el color del tolex, en la insignia que llevan al frente. Miento, llevan cuarenta años o más fabricando cosas de estas y claro que la tecnología va cambiando, pero a la vez son los mismos, ¿me explico?, pues eso, alguien pilló uno hace cuarenta años, lo vació y montó su propia versión Frankenstein en el interior.

"El previo es un Bassman 5FSA, montado punto a punto, lo que significa que casi todos los componentes están soldados a los zócalos de las válvulas directamente, el rectificador es doble y se selecciona con un switch, rollo Mesa Boogie, entre una válvula 5F3A y un par de diodos gordos. La potencia es una sola válvula soviética, muy parecida, por no decir idéntica que una 6l6GB. Debe dar, siendo optimista, 10 Watios, nueve casi seguro. Demasiado para el dormitorio, muy justo para el local de ensayo.

—¿Arregló el altavoz y lo devolvió?

—No, le hice ver al cliente que aquello del cono no era un desgarro, sino un corte, que alguien lo había hecho con una hoja de afeitar, y después había puesto pegamento sobre él. Es un mod antiguo, muy antiguo, de finales de los cincuenta, principios de los sesenta. Ya no se hace, es la manera más fácil de estropear un altavoz y no conseguir ningún mojo.

La puerta del fondo se abre y sobre una carretilla aparece un amplificador tapizado con piel de serpiente; me parece lo más feo que he visto nunca, tanto que decido que su horterez es querida. El aparato, su dueño o los dos sufren de histrionismo. La salita de espera, la recepción ahora está muy llena y los tres muchachos de sesenta años comienzan a hablar entre ellos con el tono alegre de familiares a la puerta de un hospital tras una operación exitosa, puede que lo sientan así.



Cara plateada

003

Los estudios de grabación son sitios menos glamurosos que lo que se puede esperar, solo son una sala llena de trastos y alfombras raídas vigilados por un tipo con auriculares desde dentro de una pecera. Supongo que para quien entienda sabrá verle su misterio, encontrarles más caliu, pero a mí solo me parecen trastiendas de almacenes de electrodomésticos. Estoy en la pecera, frente a mí un magnetófono instalado en horizontal gira lentamente sus bobinas, la cinta que contienen es muy, muy ancha. Gordo me ha explicado que ya no se graba así en ningún sitio, solo aquí y es por eso que él y su representada han alquilado el espacio y al señor de los auriculares; aseguran que el conjunto dará calor a la grabación, signifique lo que signifique esto. He venido a ver a Gordo, pero anda ocupado con arrugar la frente por cosas que solo él parece escuchar durante el curso de la grabación y me presta poca atención, no es algo que me moleste, me encanta dar un ojo tras el telón, a la tramoya que lo aguanta todo, al fin y al cabo espectáculos es mi sección, no sucesos y mucho menos parapsicología, y creo que estando por aquí conseguiré material útil, si no para hoy para mañana.

—Toqué una vez con El Perro, no se lleva bien con la Casino, enseguida se ponen a rezongar dando vueltas uno alrededor de la otra y el sonido hace pelota en nada. Bam Bam sí que le sabía sacar el jugo. Todas las guitarras del primer grande del Jota están grabados con él. Debió ser en algún momento de los noventa, no me preguntes exactamente cuándo, toda aquella época me es un poco confusa.

—¿Podemos intentarlo? Gracias.

Es el chico de la pecera quien nos pide silencio, nos callamos respetuosamente y la chica al otro lado del cristal comienza a cantar algo, ella es guapa y grande, como un árbol junto a un estanque y su voz, igual de fuerte, hace vibrar el aire a su alrededor tres minutos mientras nosotros escuchamos reverentes. Otro día hablaremos de ella, creo que merecerá la pena. No es hasta mucho después de que la última nota se disgregue en el aire y los comentarios, a este lado y al otro de la pecera, amainen que Gordo recuerda que estoy por allí y se ofrece a contarme más chafarderías, pero luego, ahora está trabajando. Yo acepto encantada e intento volverme invisible mientras aquellos siguen con su labor.


 


 

Dos horas después estamos en un bar cutre frente al estudio, la cantante ya se ha ido y por fin tengo toda la atención de Gordo, que remueve interminablemente la cucharilla dentro de la taza del té que ha pedido mientras por petición mía se pone soñador, al menos todo lo que él puede.

—Hablabas del primer LP de Jota, de Bam Bam y de El Perro, al final casi que ya me he acostumbrado a llamarlo así, por su nombre propio.

—Los músicos bautizan a sus trastos, al menos los guitarristas a sus hachas.

—¿Tú también?

—Sí y no. Son cosas, más bien les doy el trato que le dan los payeses a sus vacas.

—¿No les ponen nombre, Blanquita, Diana, Platera...?

—En general no.

—¿Por qué?

—Algún día tendrás que matarlas, no quieres darles un nombre.

—Nunca lo había pensado así. ¿Matas a tus guitarras?

—No soy Peter Townsend. Solo que... a veces sé que me acabaré deshaciendo de esta o la otra, por eso desde el principio cuando pienso en ellas las nombro por el color, o casi. Ahora mismo en la vitrina están Rubia, Morena, Pálida, Candy…

—¿Candy?

—Candy appel red, es un color.

—¿Por qué no llamarla simplemente roja?

—El rojo en mi cabeza es Rojo Fiesta, tuve una, no puedo evitar pensar que se largó con otro tipo.

—Lo dices como si todavía te doliera.

—A ratos.

—Nunca sé cuándo tomarte en serio y cuando no.

—Mejor.

—Háblame de El Perro Amarillo.

—¿Qué contar?, nos plantamos en el estudio a grabar, igual que hoy yo no era parte del grupo, solo el chico para todo de la producción. El Perro estaba en un rincón cubierto de polvo, parecía olvidado, Bam Bam se enchufó a él por probar y se enamoró. Creo que entonces ya intentó comprárselo al que mandaba, pero este salió con el cuento de que en realidad no era suyo, que era de un tipo que acababa, relativamente, de palmarla, y el combo se había quedado allí esperando que los herederos, un hermano creo, apareciera y se lo llevara. Lo interesante es que Bam Bam a lo que le daba era al bajo, si se colgó la Strato aquellos años del cuello es porque Jota, el gran artista, se lo dijo.

—¿Que se ocupara de la guitarra?

—Que tocara las líneas del bajo con la guitarra, tal cual.

—¿No tiene bajo el disco?

—No tiene guitarra baja, los bajos son de órgano, de un Fender de aquellos que se tocaban con los pies, rollo The Doors en directo, ¿me sigues?

—Creo que sí.

—A Jota también le moló El Perro, él también se suponía que en principio era bajista, pero ya le había dado por colgarse la acústica de decoración y sobre todo babear el micro. Jota era un capullo, lo quería todo, especialmente si lo que sea te gusta a ti. Por eso decidió que el trasto sería para él. Le entró al tipo del local, el otro le salió con la misma milonga, que si no era suyo y tal, pero bueno Jota le puso billetes debajo la nariz y le convenció. O lo robó, vete a saber.

Gordo parece darse cuenta por fin de que el azúcar hace rato que debe estar disuelto y abandona la cucharilla en el plato y se lleva la taza a los labios, bebe y chasquea la lengua antes de continuar con su historia.

—Volví a saber del Perro cuando Lorenzo se hizo con él. Había hecho la gira americana, como segundo guitarra y se suponía que iban a continuar girando con Jota todo el verano por la península. La discográfica o el mánager ese mexicano que tenía Jota por entonces, el que le había comprado el contrato al gran Baltazar Armada, representante de talentos. ¿Cómo se llamaba aquel?, El Chicano, así le decían, a sus espaldas, claro. ¿Cuál era su nombre?, no recuerdo, es igual éste les había montado no sé si en Galapagar o en Torrelodones, un sitio por ahí, en una nave industrial un local de ensayo rollo gran estrella, con escenario y todo. Pues eso, después del especial de Navidad Jota va y palma y los deja a todos tirados, y Lorenzo que siempre había sido un listo entre los listos arrambló como indemnización y despido con lo que pudo del local, ¿el qué exactamente?, ni idea, sé que se llevó El Perro Amarillo seguro, porque se lo vi en escena tras de él cuando se enroló con Los Lentos.

—Los Lentos duraron poco, desaparecieron justo cuando iban derechos a la cima.

—Se cayeron desde ella con el coche en un canal de riego camino de Alicante y ahí se quedó el grupo, Lorenzo para siempre.

Bueno, esta es la cuestión, la lista de ¿víctimas? se me va alargando, Torpedo me habló de tipos sin nombre que cometieron grandes estupideces, después tenemos a Jota, Lorenzo, Bam Bam, El Pecas... músicos que se suben encima del Perro, rozan el cielo y después se derrumban, debería hacer la pregunta, es una pregunta que me parece ridícula y que no tiene por qué él tener la respuesta, ni siquiera una opinión, pero la hago.

—¿Crees realmente que El Perro Amarillo está maldito?

—No sé de dónde ha salido la brama. Yo no soy supersticioso, serlo da mala suerte.

—Es un chiste.

—No.

—Vale. Lo que me cuentan es que... ¿cómo decirlo? A ver si me sale: El Perro te lleva a otro nivel, pero después se lo cobra, se lo cobra con todo.

—Es lo mismo que he escuchado yo.

—¿Fue antes o después de tocar con él? Porque lo hiciste, es lo que me has dicho.

—Sí, lo hice, y fue antes, pero, ya te lo he dicho, no conectamos.

—¿Y si lo hubieras hecho?

—¿Qué quieres decir?

—Si hubieras notado que te llevaba a otro nivel qué habrías hecho?

Gordo se calla, parece que ha examinado esta cuestión antes, sin llegar a ninguna conclusión, parece.

—Nada, no era mío, he probado muchos amplis antes, todos los que he podido. Aunque me hubiera gustado su tono, era de otra persona.

—Podrías haber intentado comprarlo, robarlo...

—¿O abrirle la cabeza a quién sea con el mástil de una estrato, como Bam Bam, para quedármelo?

—Esa fue su elección.

—Bam Bam buscaba algo que había perdido ya, la artritis no te la cura el Gear, sea el que sea. Bam Bam perdió la cabeza, la había estado perdiendo desde el siglo pasado, como todos. Realmente creyó que podía hacer un pacto con El Perro, lo mismo mismito que pensaba El Pecas.

—No me has contestado a lo que te pregunté.

—¿Que me preguntaste?

—¿Qué hubiese hecho si El Perro te hubiese ofrecido un pacto?

—Qué preguntitas tienes, Sol. ¿Ha vuelto el periodismo gonzo?

—Solo charlamos, ¿qué hubieras hecho?

—No lo sé. ¿Conoces la historia de Robert Johnson?

—¿De quién?

—Se puede decir que es el padre del delta blues, o el abuelo del rock. Me repatean estas etiquetas, pero he de reconocer que hubo un antes y un después de él, supongo que si te pones exquisito seguro que han habido más tipos como él en la historia del guitarreo, pero desde luego el empujón que le metió él nadie te lo va a discutir. Pues eso, Mr Johnson andaba como todos arrastrando su guitarra por aquí y por allá desde el delta hasta la Ciudad del Viento y más allá, o no, no soy un experto en su persona. La historia que todo el mundo conoce es que un día desapareció, se voló, y no apareció por ninguna parte durante una temporada; cuando regresó su forma de tocar había cambiado, usaba acordes que nadie usaba, trajo consigo nuevos fraseos; la cosa es que se largó siendo uno del montón y volvió siendo el hombre a batir. ¿Eh, men?, ¿dónde has aprendido esto?, le preguntaban los otros negros en la trasera del baile. Aquí y allá, contestaba él. A los negros del Norte les decía que en el Sur, a los de Mississippi que en Chicago y así iba mareando la perdiz hasta que un día borrachuzo perdido, porque no veas como le daba, sobre todo desde que se había vuelto una medio estrella, comenzó a contar que desesperado por no mejorar en su arte, por ser solo uno más de los olvidados, consultó con un viejo sabio, una especie de bruixot de los pantanos de Luisiana y este le llevó a un cruce de caminos, un lugar especial, donde en tiempos, en realidad no tan lejanos si te lo paras a pensar, ahorcaban a la gente, por lo que fuera, que por allí no eran muy escrupulosos. Y fue en ese sitio donde él se vendió el alma a cambió de, aquí la gente no se pone de acuerdo, si de cinco años de fama, doce acordes nuevos, o que su pulgar nunca perdiera el compás.

—Es una bonita historia, me recuerda a El corazón del Ángel, ¿Vistes la película?

—Claro, ¿quién no la ha visto? Así que te la recuerda, supongo que el novelista original se inspiró en Johnson para escribir la historia. En ella Ángel intenta romper su trato con Luzbel, pero no lo consigue. En algunas versiones de la leyenda del Señor Johnson se cuenta algo por el estilo.

—¿El qué?

—Que él había cambiado su alma por treinta canciones, treinta es un número mágico, treinta monedas es el precio que pusieron a la cabeza de Cristo. Pero solo se le conocen veintinueve. Dicen que pensó que mientras no compusiese la número treinta estaría a salvo de las llamas del infierno.

—¿Lo consiguió?

—No. Alguien le dio de beber whisky mezclado con naftalina, dicen que fue por perseguir a la mujer de otro. Aunque no lo veo claro, era un media mierda, no creo que aguantase media hostia bien dada, además el veneno... el veneno es un arma de mujer. Se supone que tardó treinta horas en morir, treinta horas de lamentos, quizás fue ese su último blues.

—¿Quieres decir?

—Sí.

—¿Cuál es la moraleja de tu cuento?

—¿Tiene que tenerla?

—Gordo, eres un moralista, siempre lo has sido. Todo lo que dices, todo lo que escribes siempre tiene un mensaje.

—Si tú lo dices. No creo que tenga mucho más que el que un músico se venda el alma por un buen riff, no sería una novedad. Eso es un pago mucho más etéreo que un ampli, ¿no?

—Los guitarristas mueren, el ampli sobrevive, como cuento de terror no está mal, parece confirmarse a sí mismo.

—Sol, la gente muere, su equipo les sobrevive, o no, ahora todo está hecho para usar y tirar.

—¿Eso de venderse el alma por un buen riff me suena?, ¿no era una canción, una de tuya?

—No puede ser que la recuerdes.

—Cómo no voy a recordarla, estoy en espectáculos, es mi oficio.


Sí, ese choque está mal puesto.

004

Vicente Torella defiende a Bam Bam, a Eusebio Gómez Pintado, que es su nombre legal como se ha molestado en recalcarme, El Señor Torella es un abogado medio famoso y caro, sé esto por vínculos familiares que no me apetece comentar. Le he preguntado cómo un músico que dejó atrás hace decadas su momento de gloria, y que esta no lo fue tanto, se puede permitir sus servicios, pero ha desviado la conversación inmediatamente.

—Mi representado no es responsable de sus actos.

—Quiere decir con esto que es inocente.

—Quiero decir exactamente lo que he dicho, puede consultar la documentación médica, ha sufrido episodios psicóticos anteriormente, psicosis hospitalaria grave en una ocasión, revertió a ese estado en cuanto fue recluido en la residencia; el encontrarse allí con José Luis García Ponce, el llamado Pecas, realimentó sus delirios, realimentó los de ambos, si no, ¿cómo se explica que dos hombres de salud menguada, camino de los setenta años se escapen una noche de la residencia con el objetivo de derribar una pared para así robar un electrodoméstico?

—Entiendo lo que quiere decir, su punto de vista coincide con el mío, es algo inusual. Solo que no sé si un amplificador de guitarra entraría en esta categoría que dice. ¿Está al caso de que su defendido creía estar robando un algo mágico?

Al señor Torella se le enarcan ligeramente las cejas con escepticismo, uno de ligero, me quiero convencer de que no sabe de qué estoy hablando, así que le cuento la leyenda del Perro Amarillo. No sé por qué lo estoy haciendo, a lo mejor solo por ver la reacción de alguien que no prefiera tocar la guitarra a ver la tele. Cuando acabo la contestación del* abogado me sorprende.

—¿Explicaría esto ante un juez?

—¿Por qué debería hacerlo?

—Ayudaría a Eusebio. Podría presentarla como una experta, en el mundo del espectáculo, la historia que cuenta nadie puede creerla, demostraría fehacientemente que Eusebio perdió la chaveta antes de los hechos.

—No me considero una experta.

—¿Quién lo es?


Double rectifier
Humdinger




 

 

 

 

 

 

005

Son las doce de la noche, pongo el punto final al artículo. Me parece cojo por todas partes, no es de extrañar, no he conseguido entrevistar a ninguno de los directamente implicados. Miro la pantalla de mi portátil mientras me pregunto dónde descansa, dónde espera El Perro Amarillo ahora, ¿en un depósito del juzgado?, ¿ya lo han devuelto a su dueño actual?, ¿quién es este?; no he conseguido averiguarlo.

Cada vez hay menos guitarristas, si el espíritu maligno que vive en El Perro quiere continuar la fiesta igual debería comenzar a pensar en migrar a algún dispositivo de autotune. Es un chiste que me cuento a mí misma y me hace una relativa gracia. Fantasmas, demonios, viviendo en aparatos electrónicos y susurrándote promesas al oído. Suena ridículo. Debe ser porque definitivamente no soy supersticiosa, trae mala suerte.